Una valija y dos cajas

Entro al cuarto. Tony, el primo y compinche de mi viejo, encontró una valija de cuero vieja, de esas que se cierran con una correa y hebilla grande, y un par de cajas de cartón. Están en el centro de la habitación. Me dice que tienen que servir. No hay otra cosa en la casa de mi abuela. Él se excusa, tiene que consolarla. Su hijo murió y no termina de entender que la vida se puso al revés. Primero se tenía que ir ella, si hace un mes estaba al borde de la muerte, todos despidiéndonos.
La cama que usaba mi viejo está vacía y tendida, como esperando otro ocupante. Le doy la espalda. Abro el armario y me golpea el olor. El perfume. La ropa colgada. No puedo tocarla. Cuando reacciono, decido empezar por los cajones. Cajones forrados con hule floreado, agarrado a los bordes con chinches. Encuentro billetes de lotería. Lapiceras. Navajas. Sevillanas con incrustaciones de nácar. Juego con una. Aprieto el botón y salta la cuchilla. Le gustaban esas cosas, como a un chico. Hay naipes. Monedas. Fragmentos de cosas que no llego a descifrar. Un sujetador de corbata. La afeitadora gillette. Pañuelos. Llaves, muchas llaves. Blisters con pastillas de colores. Una entrada de cine. Una petaca. Ballenitas. Gemelos. Una cadena de oro gruesa. El anillo que usaba en el meñique derecho. Que parecía de capo mafia por la piedra negra tipo sello. Tres pares de anteojos. Uno está roto, tiene pegado con cinta la patita. Medias. Calzones. Forros.
Por la ventana enrejada se ven los techos grises de tinglado. Y cables enmarañados. Años atrás, cuando veníamos a jugar a la casa de mi abuela, no estaban. Usábamos este cuarto para inventar historias de piratas con nuestros primos. Nos disfrazábamos y gritábamos: ¡al abordaje!
Meto el contenido de los cajones en una de las cajas. Meto lo que hay, y lo que no hay me golpea. No hay fotos nuestras. Ni de nosotras ni de nadie. Abro la valija y como si lo hiciera otro, descuelgo y tiro, descuelgo y tiro adentro la ropa. La acomodo como puedo, casi sin mirar. Pero igual, ahí están: los pantalones de corderoy azules, de gabardina marrón, los negros. Cinco jeans. Las camperas de cuero. La negra. La blanca con agujeritos en la axila. Sweaters escote en “v”. Sus chombas rayadas, lisas, de amarillo patito, celeste. Sus pocas camisas. La guayabera blanca. Cuento veintiocho corbatas. La bata de seda con arabescos. El saco de pana azul que compró en cuotas forzadas en la calle Lavalle. Iba un día y pagaba $ 50 pesos prometiendo volver al otro día. Siempre le pedía un cambio: que los botones metalizados, que el escudo. Que las hombreras. El vendedor aceptaba a regañadientes. Y él me bromeaba: a lo que llegué, mamma mía.
A través de la puerta cerrada, Tony me pregunta si estoy bien.
Hace poco me enteré que murió. Se había vuelto a vivir a Mendoza, a lo de su madre. Tuvo un paro cardíaco, igual que mi viejo. Siempre me asombró que ese primo de él en su juventud hubiera querido ser cura. No tenía pinta de cura, pero si lo pienso un poco, no tenía pinta de nada. Tal vez de un perro faldero, gordo.
Ahora me tocan los zapatos. Los voy metiendo en la otra caja. Montones de zapatos. La mayoría mocasines, de todos los colores. Con y sin borlas. Con hebilla. Con cintitas elegantes alrededor. Hay un par de sombreros en el estante superior del armario. Uno tipo panamá. Y su clásica boina escocesa. La que llevó al hospital la noche que mi abuela parecía que se moría y él no.
Atrás, bien escondido, junto a una caja naranja, hay un revólver en su funda. Lo saco con cuidado, él siempre lo dejaba cargado. Abro la caja. Está el recorte del diario en el que aparece sujetando su yegua en el Hipódromo de Palermo, en la época en que manejaba su BMW. Y más abajo, las carpetas con papeles de su último proyecto. Su última oportunidad. El fraccionamiento por loteos de la finca familiar en Las Heras, Mendoza, que hubiera sido un dineral. Una mañana me llama mi abuela desesperada porque no puede despertar a papá. Llego, le tiro un poco de agua a la cara. Abre los ojos, aturdido, como a través de una nube de alcohol y neón y estira sus manos. Une sus dedos, en broma, como para pellizcarme, juguetón. No me ve a mí, ve a las minas de la noche anterior. Le grito: ¡soy tu hija, despertate! Sin efecto. Le vacío el vaso en la cabeza. Eso lo despabila del todo. Cuando cae que está en su cama, instintivamente manotea la riñonera que tiene apretada entre la panza desnuda y sus calzones. Está vacía. Se lleva la mano a la cabeza, uy dio, me afanaron. Las coperas de la whiskería Salomé lo dejaron limpito.
El armario quedó vacío. Miro otra vez la cama. Todavía está el vidrio roto de la mesa de luz y la paloma de cerámica de Talavera que trajeron mis viejos como sourvenir de México, cuando las cosas iban bien. Quince años atrás. La paloma también está rota, le falta un pedazo de la cola. Hay algo húmedo en la madera. No, viscoso. Después de la ducha no se le quita ni la resaca ni el dolor en el pecho, se sienta en la cama a respirar mal. Tony quiere llamar al médico. Pero mi viejo no. Insiste en que no. Miente que ya se le va a pasar. A los pocos minutos, cuando no puede más, el cuerpo se arquea y cae de cara contra la mesa de luz, rompiendo todo. Cuando llegamos, está tapado con una sábana blanca en la cama. Sé que es él por su panza. Llegan los de la ambulancia y nos piden que salgamos del cuarto. Mi hermana y yo obedecemos. Nos piden una silla. Al rato salen con mi viejo sentado, amarrado y tapado con la sábana. El ascensor es minúsculo, lo tienen que bajar sentado. Nos reímos, espantadas. Mi abuela está dopada, por suerte, durmiendo en su cama.
Miro el cuarto. ¿Su vida entró en una valija y dos cajas?



de "El sabor de la cereza"