La estergüiliam

Las palmas de sus manos brillan al sol. Las pone sobre su cabeza, de cara al cielo, por un par de segundos en los que parece rezar. No como se reza en la iglesia, sino como se rezaba antes. Antes del tiempo. A un dios arcaico por la lluvia, por misericordia.
Veloz, dobla sus rodillas y se zambulle. Sin salpicar. El cuerpo se mete perfecto. Como una aguja se clava en el agua. Segundos y metros después, reaparece con la gorra de goma celeste y flores naranjas. Unas flores toscas, de plástico duro, los pétalos naranjita, y adentro unos palitos amarillos, torcidos por el uso. Sonríe al tomar aire y sus dientes blancos relumbran contra su piel aceitunada, hecha sombra por el sol de cientos de veranos. Nos recuerda a Esther Willams. Aunque se parece más a una vieja sirena loca.
Como todos los medio días nada treinta largos de crawl y veinte de pecho. Con cierta gracia, cierta elegancia anticuada. Nosotros observamos hipnotizados el ir y venir, el girar de un lado al otro de esa gorra de goma. Sus brazos color bronce, firmes pero sin músculos, diestros, cortan el agua con seguridad. No se cansa. No se agita. Sólo sonríe mientras nada sus largos.
Cuando termina su ritual, sale de la pileta por el borde, jamás por la escalerita. Y se sienta sobre las lozas del borde a secarse al sol. Se acomoda, recatada, su malla. Se la baja bien, ocultando el pliegue natural que uniría su pierna a su ingle. Así, quieta bajo el sol, con la gorra aún puesta, parece una muñeca que una niña hubiera olvidado tirada por ahí. Del cuello para abajo, parece tener la edad indescifrable de una deportista. En su cara se adivinan unos cincuenta años. Una vieja.
Intercambia de vez en cuando unas palabras con el bañero. Y rara vez unas sonrisas tímidas con las señoras del club. Echa la toalla sobre el piso caliente y se recuesta despacio. Recién entonces se quita la gorra, acomodándose el cabello canoso, que le cae sin forma ni gracia hasta la cintura.
Cada vez que se mueve y por las dudas, se baja bien la malla, casi clavándola a la piel, asegurándose de que no se vea lo que no se tiene que ver. Ninguno de nosotros quiere imaginar lo que hay debajo. Pero lo sabemos. Carne. Sólo que en este caso, el tipo de carne que no provoca nada. Como la lavandina. Como el olor de una iglesia en Pascua. Una monja en malla, eso es lo que parece. Jamás vimos una, pero estamos seguros que se vería igual.
Como nadie sabe nada de ella, todos mentimos algo distinto. Pero ni siquiera podemos recordar su nombre. Por eso le decimos la estergüiliam.