Decido no ir. Mi hermana no me obliga, me dice que lo lleva a la Costanera, al lado del restaurante en el que pasamos varios años nuevos, después de que mi vieja se divorciara de él. Es un lugar al que a todos nos gustaría volver. Por eso lo elige. Me la imagino cerca de la baranda, quieta, mirando el río marrón plata. Abre la caja de madera y lo echa al agua. Pero algo de él se vuela con el viento hasta las hojas de un árbol, se estrella contra la pared del restaurante, cae sobre el lomo de un perro dormido al sol. Un poco se adhiere a la punta de los dedos de la mano derecha de mi hermana. Lo demás cae al río. Se va alejando en remolinos de hilitos grises, confundiéndose por segundos con el color de las nubes reflejadas en el agua. Si fuera nube vibraría con el viento y se desharía en gotas que caerían sobre este mismo río. Las olas se lo van tragando. Y se hunde. Me lo imagino nadando junto a los peces, pero en el río no hay más peces. Sólo agua turbia, casi barro. Agua fría y profundamente muerta.
de "El sabor de la cereza"
de "El sabor de la cereza"