El sabor de la cereza

Me siento en la fila siete, como siempre. Se apagan las luces de la sala del cine Lorca y comienza la película. Había leído que se trataba de un hombre que quería suicidarse y buscaba un enterrador para después. 
A los pocos minutos de empezada la película, se sienta unas filas más adelante mi viejo. Tardo en reconocerlo. Parece más bajo, como si se hubiera encogido. Lleva puesta su boina escocesa. Me levanto y me alejo unas filas más atrás, tratando de no hacer ruido. Ni lo saludo ni me voy de la sala. Simplemente lo miro. Le miro la nuca. Hace mucho tiempo que dejé de hablar con él. Me llama y le digo que no tengo tiempo. No reconozco mi voz cuando le contesto. Es un sonido metálico, duro, filoso. Furioso. Me lo cruzo de casualidad caminando por la avenida Corrientes y me invento una cita. No, no tengo tiempo para tomar un café con vos. Y al alejarme mis pasos pesan. 
Lo miro, miro la pantalla. Una y otra vez y no lo puedo creer. Estoy hipnotizada. Paralizada por la situación. Intuyo que se metió al cine como hace siempre, sin saber qué va a ver, sólo para matar la tarde y hacer que la noche llegue rápido con sus amigos esperándolo en el bar. Una noche más, un día menos. Creo que el título lo engañó, lo sedujo con algún recuerdo de cuando exportaba cerezas a no sé qué país. ¿Canadá? Era mayorista de frutas, tenía un puesto en el Mercado de Abasto, laburo que había heredado de su padre. Y siempre traía frutas a casa. Cajones repletos de duraznos, ciruelas, frutillas, naranjas, damascos, guindas. La cocina se llenaba del perfume de las frutas coloridas como flores. Sandías y melones. Uvas. Y cerezas en verano, cuando había mucho sol en el jardín y mamá hacía asados y nos comíamos las cerezas de postre. Cerezas de cáscara lustrosa, brillante. Duritas. De color oscuro, sangre oscura, la pulpa con filamentos, carnosa. Un poco dulce, un poco agria. Y el carozo como un hueso, que escupíamos con mi hermana a ver quién lo tiraba más lejos, metidas en la pileta pelopincho. 
El suicida encuentra un enterrador que intenta convencerlo de que la vida vale la pena. Pero no le hace caso. ¿Cómo hace mi viejo para no irse? ¿Se habrá quedado dormido? Arrancan los créditos finales, y antes de que prendan las luces me escapo. El corazón se me sale por la boca. ¿Me habrá visto? No me importa. Casi corro. Desesperada. Llorando y sin saber que al otro día, a eso de las siete de la mañana, me va a llamar Tony para decirme que mi papá se murió.


de "El sabor de la cereza"