La puerta. Relato breve

Espera con la llave en su mano derecha. Mira la puerta de madera oscura. Por el panel de vidrio biselado, trata de distinguir algo. Respira hondo. No va a ser diferente. Y lo sabe. Lo que puede variar es cómo la encuentre. Siempre es una sorpresa. Una sorpresa repulsiva. Últimamente, eso es lo único que le genera. La más fría y viscosa repulsión. Sabe que está ahí atrás, tal vez sobre el sofá o en la cocina, podría estar escondida en el garaje o en su habitación, incluso en el jardín. No importa. De todas maneras, intuye la sombra espesa que proyecta, una sombra que se derrama, se arrastra, se le queda pegada y luego tarda días en poder quitársela de encima. Es como una adherencia. Y huele. Está segura, con la llave en la mano, que lo peor de todo es el olor. Esa mezcla acre, ácida, como de ajos podridos que emana de esa superficie endurecida que lleva por piel. El olor. Aunque tal vez lo peor sean los ojos, vidriosos y vacíos.
Mete la llave. Pero no la gira. Son unos segundos preciosos, intensos, donde la vida cobra sentido. La vida. Está afuera, donde el sol brilla y el aire huele a asfalto mezclado con jazmines y tilos floridos. Respira. Escucha. Tiene que entrar. Se mira los zapatos. No los puede mover. Pegados al mármol del escalón de la entrada. Intenta levantar un pie y no puede. Sus huesos son de cemento ahora. Los pulmones también. Abre grande la boca para tragar aire. Su pecho sube y baja. Se vuelve extremadamente consciente del espectáculo que está dando. Pero no le importa que la gente pase por la calle y la mire, parada frente a la puerta, con la llave en la cerradura. Antes, cuando entraba, decía “Hola, llegué”. Ya no. Si la escucha o no la escucha, carece de importancia. Si total no entiende. Pega su oreja al vidrio de la puerta. Dentro, todo parece quieto y en silencio. Parte del engaño. ¿Y si no entrara? ¿Si jamás volviera a entrar? ¿Cuántas veces lo había pensado? Miles. Ahora sólo cuenta con que no sea peor que ayer. Pero la luz cambió. No es la que había antes. Día a día se espesa el aire. Se oscurece. Lo notó cuando encontró esas fotos viejas. Ahora la casa parece capturada por una opacidad, una noluz que lo absorbe todo, incluidos los ruidos, el televisor, la radio, las pisadas, las risas y las palabras. Los únicos sonidos que logran traspasar ese aire enrarecido son los que le escucha lanzar, escupir, como embarrados. Fue en este exacto lugar, en la puerta, pero del otro lado, donde le tuvo que pegar aquella vez para que no se le escapara. ¿Dónde estará ahora? Ojalá en su habitación, dormida, o al menos fingiendo.
Gira la llave y entra.
Andrea Marra