Para Roberto
Tendrías que haberlo visto al ganso, se
creía un perro. Lo seguía por todos lados. Un día le dije a Freddy “qué lindo”,
por decirle algo. Porque era algo de ver, parecía que el ganso lo cuidaba,
siempre a sus pies, atento.
¿Lo quiere?
Nos tratábamos de usted con mi vecino.
Le dije que no hacía falta, que era de él, además yo ya tenía demasiados bichos
en casa. Freddy me explicó que si por él fuera, no lo regalaba, pero su hijo
quería deshacerse de Pascualito porque se metía en la pileta y se la cagaba
toda. Lo compré para comerlo, me dijo, pero mire lo que es… Y lo señaló. Es de
cariñoso, agregó.
De chiquito había sobrevivido al ataque
de un dóberman y rengueaba un poco. Así fue como el ganso terminó en casa. Las
nenas se encariñaron en seguida de él y me rompieron tanto las bolas para que
le comprara una novia, que cuando las perras se metieron en el corral y se la
morfaron, fue una verdadera tragedia. Quedó triste el Pascualito. Pero bueno,
esa no es la cosa. La cosa es que hace dos domingos Freddy me llama desde el
portón. Durante tres años tuvo las llaves del portón de mi casa. Venía a
relojear si estaba todo bien durante mis viajes, a ver a mis gallinas, a las
perras, a regarme las plantas. Sacaba las cartas del frente para que no se
notara mi ausencia.
Vasquito, me grita, venga.
Él me había bautizado así, sin siquiera
saber de mis orígenes. Y sin más vueltas me dice que se volvía para Chacabuco.
Tengo ochenta y tres veranos encima, sabe. Soy como los elefantes, agrega, que
para morirse se vuelven a sus pagos.
Se me hizo tal nudo en el estómago que
me quedé mudo. Qué le iba a responder. Me sonrió, asintiendo, y me contó que
hacía cuarenta años que no volvía a su pueblo. Lo más probable es que nunca lo
vuelva a ver. En total no debo haber hablado con él más de cuatro horas a lo
largo de los años que lo tuve de vecino. Años en los que me regaló canarios,
jilgueros, diamantitos, perdices en escabeche y los cobayitos esos, que ahora
ya son como mil. Y a cambio nunca me pidió nada. Con un poco de charla el tipo ya
estaba contento.
Cuando nos despedimos, en vez de darnos
la mano como siempre, nos abrazamos y nos dimos un beso. Me miró y me largó:
Vasquito, no me gustan las despedidas, esto es un hasta luego.
Ojalá en el mundo hubieran más tipos
como Freddy, de quien ni siquiera sé su apellido ¿Entiende ahora por qué no te
puedo vender al Pascualito?